Decidió hacerse gigoló el día en que se harto de darlo todo. "El que quiera algo de mí, que lo pague". Fue una decisión, en parte, premeditada. Era una idea que le rondaba la cabeza desde hacía un tiempo. La gota que colmó el vaso fue la que, de paso, le rompió una vez más el corazón. Hay quien piensa que lo hizo por despecho, cuando se comenta por ahí que le soltó a su última novia, en mitad de la calle: "Y que sepas que has estado saliendo con un puto."
Se llamaba Filomeno. A su pesar. Un nombre tan poco exótico no podía servir en el mundo en que pensaba moverse. Trató de buscar en vano un nombre pegadizo: Mástor, Potro, Dash, pero al final se quedó con el que le pusieron sus amigos de parranda un lejano día de carnaval. Aquél año se había disfrazado del hombre de la marca de espárragos La Carretilla. Se había puesto un peto vaquero, una camisa a cuadros y un sombrero de paja. Amén de una carretilla que encontró en el patio de la casa de sus padres. Físicamente, se parecía al actor del anuncio y, además, durante la noche se dedicó a contarle a todo el mundo que, cada vez que se detenía para abrir el bote de espárragos blancos y comerse uno, la carretilla la sujetaba con sus atributos masculinos.
Así fue como su pandilla empezó a conocerlo como el Carretillero. El apodo se fue extendiendo, llegando incluso a oídos de los familiares, que nunca supieron a ciencia cierta el origen de tan curioso sobrenombre.
Filomeno, el Carretillero, estaba poniéndose espuma fijadora en el pelo frente al espejo. Tenía una cita a las ocho con una mujer de mediana edad. Mientras se ajustaba el cuello de la camisa negra, recordaba los primeros días tras su decisión. Recordó que, en un principio, no sabía qué hacer. "¿Uno se hace gigoló y ya está? ¿O baja a una esquina y espera a que un coche se detenga? ¿O deja currículums en los locales de Boys y strip-tease?" Tenía un amigo que quería meterse a actor porno, pero lo único que obtuvo de él fue que debía beber mucho zumo de piña para tener buenas eyaculaciones y mucho tomate para aguantar las erecciones. Al final decidió poner un discreto anuncio en el periódico local. Se compró un teléfono de móvil sólo para el negocio y esperó. Pasaron dos días hasta que recibió la primera llamada. Era para hacer un strip-tease en una despedida de soltera. Tuvo que rechazarlo. "Yo sólo me dedico al sexo, cariño." Finalmente, llamó una mujer proponiéndole un encuentro. Su voz era fina y se la notaba cortada. Le sorprendió cómo con un par de palabras bien dichas consiguió calmarla y que se animara a probar. "Es que me da un poco de vergüenza. Es la primera vez." "Siempre tiene que haber una primera vez. Te aseguro que no eres la única que siente que es la primera vez." Hubo un pequeño silencio. "¿Ah, no?" "Cada vez es una primera vez. Cada vez es un volver a empezar. No tienes porqué sentir miedo o vergüenza."
Quedaron en una plaza. Él la recogió y se la llevó al hostal al que habían acordado acudir. Ambos quedaron satisfechos. Ella repetiría desde aquél momento en situaciones esporádicas, "siempre que necesite que empujes mi carretilla". Él se quedó sorprendido de ver que era capaz de dejar sus sentimientos a un lado y entregarse únicamente en cuerpo, dejando de lado el alma.
Sólo trabajaba para mujeres y, a ser posible, mayores de cuarenta. Pronto descubrió que las veinteañeras, aparte de ser escasas, exigían demasiado y le trataban como un despojo. Las treintañeras eran demasiado neuróticas para su gusto, resultaban estresantes porque eran inexpertas en el engaño matrimonial o porque acudían a él como réplica al adorno en forma de cuernos con que sus maridos, previamente, les habían obsequiado. No es que las rechazara, un negocio es un negocio, pero si tenía dónde elegir, prefería atender las necesidades de las mujeres maduras.
Era curioso cómo la mayoría, después de la transacción, se quedaban mirando el techo y le decían "Tengo un hijo de tu edad. Está terminando medicina." "Yo también estudio", solía responderles, "Con esto me costeo el piso, el coche y la carrera." "¿Y tu novia que opina de todo esto?" "No tengo. No necesito."
Filomeno salió del cuarto de baño y llamó al ascensor. Cuando la puerta se abrió, su réplica exacta le miró desde el otro lado del espejo. Fue un momento. Ahí, frente al espejo, evocó a todas las mujeres con las que había estado. Saliendo del portal fue consciente de que había llegado a encariñarse de sus clientas habituales. Bajando la calle para dirigirse a la puerta del cine donde le esperaba una de las más recientes, se dio cuenta de que no era verdad. De que era falso que no pusiera el alma en lo que hacía. Se detuvo delante de un escaparate y se observó en el cristal. Ahí estaba. Con veintinueve años. Con cinco años a sus espaldas de sábanas mojadas y adulterio. Tenía una buena clientela. Su agenda estaba repleta de citas para las próximas semanas. Una agenda gruesa e inflada por el uso. Se miró con más detenimiento en el escaparate y comprendió que él era así. Que no podía evitar poner parte de su alma en todo lo que hacía y que, aunque se dijera a sí mismo lo contrario, se implicaba con sus clientas. Le vinieron a la mente recuerdos en forma de regalitos de cumpleaños a sus chicas favoritas, de velitas en toda la habitación porque sabía que a ellas le gustaba. Recordó que tampoco cerraba los ojos, que sólo lo hacía al principio cuando no quería sentir, cuando quería aislar sus sentidos, separar el acto físico del espiritual.
Parpadeó frente al escaparate. Comprobó que su peinado continuaba perfecto y consultó la hora. Llegaba tarde a su cita.
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