Navigation Menu

Alas

Hoy tengo la espalda dolorida. Muevo los hombros y me recorre el dolor dulzón de las agujetas en cada músculo. Es como si hubiera estado batiendo unas alas invisibles durante toda la noche.

Tal vez sea porque soy tu guardián, porque cuido de ti aunque tú no lo sepas. Siempre ha habido una parte de mí que pensaba que debía velar por algo o alguien. Y desde que te conocí no pasa un día en que mi recuerdo no te invoque. No hay una sola noche en que las alas de mi alma no se desplieguen para abrigar con sus plumas tu recuerdo, tu imagen.


Tengo la espalda fortalecida de planear por la blancura de tus techos. Desde allí velo por ti tanto en las noches de descanso como en las de insomnio. Aunque no me veas, aunque sólo me intuyas.

Das un sentido al batir de mis alas. Das un motivo para desplegarlas. Eres razón y objeto, destino y camino.

Vuelvo a mover mis hombros. El dolor aflora de nuevo, pero cuando se me dibuja tu cara se esfuma como volutas de humo en el aire.

2 comentarios:

Soledad

Soledad camina entre el frío y las luces del invierno.

La cara le brilla cada vez que saluda a un conocido.

Cordialidad sincera que se torna fingida en cuanto deja de haber conocidos en su campo de visión.

Soledad está rodeada de gente pero se siente sola. No presta atención a las calles de nombres evocadores. No ve más allá de la burbuja en la que ha instalado su alma.

Soledad quisiera tener alguien cerca a quién contarle lo que la aflije. Tiene amigas y madre y hermanas, pero ninguna parece poder consolarla.

Soledad querría cruzarse con una mirada especial, confidente, que la rescatara de su fortaleza de soledad.

Soledad saca las manos enguantadas de sus bolsillos y deja que sus dedos rocen las de los demás.

Es Navidad, pero la gente aparta las manos cuando nota un contacto cálido.





La gente tiene miedo a tocarse, a ser tocada.

Hoy ella no encontrará esa mirada.

0 comentarios:

Calleja del Pliego

Esta historia larga que tiene visos de no ser leída por nadie fue escrita a comienzos de verano. Ha llovido mucho desde entonces en estas calles de Idiliópolis pero, aún así, quiero relatar lo que me ocurrió aquella noche, cuando todavía me quedaba esperanza:

Hay una pequeña calleja estrecha en el casco antiguo de esta ciudad con nombres al pie de la letra en la que me gusta perderme en las madrugadas de insomnio de las noches de verano. Se parece a un sendero tortuoso lindado por casas antiguas y anacrónicos bancos de hormigón en donde las gentes de la ciudad buscan la inspiración para sus escritos profesionales y personales. La Calleja del Pliego, pues así se llama este estrecho camino que da sombra fresca en verano y favorece el soplo de los vientos del Sur en invierno por su acertada ubicación, suele estar poblada durante el día por todo tipo de personas.

La gente llega a este lugar con sus libretas y hojas en blanco, con sus portátiles los más jóvenes o profesionales, y se sientan en cualquiera de los numerosos y amplios bancos con capacidad para ocho posaderas cada uno. Nadie sabe qué tiene esa calleja, ni cómo ocurre el pequeño milagro, pero a la mayoría les basta con saber que sucede, sin preguntarse porqué: A los pocos segundos de estar sentado en cualquiera de sus bancos, las ideas se ordenan en la mente y pueden ser plasmadas sin problemas en un papel. Cientos de escritores faltos de inspiración o estancados en un punto muerto de sus obras, de cronistas con las ideas alborotadas, de periodistas que no recuerdan el orden de las siete preguntas que una noticia debe respetar en su redacción, de enamorados que desean soltar a borbotones todo el veneno de amor que llevan en las entrañas, de abogados que preparan su alegato final en el actual caso de su vida, de poetas que no encuentran la rima adecuada con la que acabar sus sonetos, de usuarios de telefonía móvil y conexiones a internet que desean escribir una queja a la Oficina Municipal de Información al Consumidor, de compositores de orquesta que anhelan terminar el último movimiento de una obra inacabada de uno de los grandes, incluso matemáticos que desean resolver un problema algebraico aparentemente indecidible. Todos ellos buscan allí las notas, las operaciones y palabras que dan sentido a lo que buscan y todos ellos suelen encontrar un modo satisfactorio de resolver sus bloqueos con el lápiz o el teclado.



Incluso si todavía alguno de estos ciudadanos sigue teniendo problemas debido a sus pocas trazas con las palabras, hay un grupo de mendigos eruditos que ofrecen su ayuda y apoyo a cambio de unas pocas monedas. Indigentes sabios e instruidos, muchos de ellos profesores que abandonaron la docencia porque no creían en el sistema actual de educación, que se pasean calleja arriba y abajo chivando al oído la palabra o expresión que se resiste a brotar de la mente.
La Calleja del Pliego ofrece un aspecto totalmente diferente por la madrugada. Resulta sobrecogedor caminar por esa senda de palabras inspiradas totalmente vacía de vida cuando sabes que durante el día está abarrotada de gente ansiosa por escribir sus pliegos de amor o de quejas, sus teoremas o sus adagios. Los bastos bancos vacíos a uno y otro lado del sinuoso recorrido que describe, las casas antiguas y bien cuidadas, de balconadas de rejería negra y tejados de pendiente pronunciada como si fueran necesarios para evacuar una nieve invernal que nunca se ha producido en la ciudad. Todo tiene un aire distinto a la luz anaranjada de las farolas.

Decido sentarme en uno de los bancos y cierro los ojos para respirar mejor la brisa de la madrugada. Aún sin abrirlos, sé que hay alguien cerca. Alguien que se ha acercado haciendo el ruidoso silencio de quien quiere aproximarse sin ser oído. “Buenas noches”, Le digo, y una voz cascada y gutural con un ligero tufillo a vino barato me responde: “Buenas noches, chico. ¿No es un poco tarde para buscar inspiración? ¿O acaso es demasiado temprano?”. Sonrío y abro los ojos. Su cara me suena. Es uno de los muchos consejeros de palabras que pueblan estas baldosas. “No busco inspiración, busco que el sueño me encuentre.” “Pues este no es sitio adecuado, muchacho”, Me responde el viejo que no lo es tanto, “Aquí las palabras surgen como un fogonazo e impiden a la mente descansar. Yo sólo paso mis noches aquí cuando quiero recodar con lucidez. Cuando quiero inventar palabras que nunca dije y que hubieran cambiado mi destino. ¿Estás aquí por eso esta noche, chico?” “Casanueva. Llámeme Casanueva. Supongo que sí, amigo…” “Lenin. Yo soy Lenin, como el comunista.” “Lenin”, Repito, “Sí, Lenin, creo que tiene razón. Quizás haya venido aquí buscando las respuestas que desconocen los techos de mi dormitorio.” “Déjame averiguar… Se trata de una mujer, ¿verdad?” “Sí, pero no creas que me impresionas, Lenin, eso es muy fácil de deducir. Dudo que haya mucha gente que venga hasta aquí de madrugada para escribir una hoja de reclamación a la empresa municipal de transportes”. Lenin ríe de buena gana, enrareciendo ligeramente el aire con su aliento de borrachín. “Tienes buena labia, Casanueva. Y también toda la razón. Pero sí que sé por qué estás aquí: Quieres que ella esté a tu lado, ¿verdad?” Le miro con mudo asombro y dejo que prosiga: “Sí. En realidad no eres el único que pasea de madrugada por esta calleja. Todos los que nos sentamos aquí a estas horas anhelamos lo mismo. Nadie viene por El Pliego porque tenga dudas sobre dejar a una persona. Sólo viene quien añora la compañía; no quien la repudia.” “¿Cómo sabes tanto de la gente, Lenin?” El hombre me mira con una sonrisa pícara salpicada de nostalgia. Suspira profundamente antes de responderme: “Yo antes era como tú, ¿sabes? Joven, con todos los dientes en la boca y un futuro en el horizonte. Hasta que conocí a una mujer, Casanueva, una mujer de la que me enamoré perdidamente. Salimos juntos durante una temporada. La época más feliz de mi vida. Pero un buen día los vientos dejaron de soplar favorablemente y ella decidió alejarse de mi lado. El amor que llevaba dentro comenzó a envenenarme. Venía por aquí casi a diario y cada día escribía un pliego de amor para ella que por la noche colaba por debajo de su puerta. Así durante más de un año hasta que, poco a poco, fui dándola por perdida. No comía, no trabajaba, no podía hacer otra cosa más que venir por aquí y evocar su imagen en forma de palabras que me dictaban estas casas, estas baldosas y farolas. Llegó un día en que dejé de enviarle los pliegos y pasé a guardármelos en los bolsillos. Con el tiempo, vi que había gente que también hacía algo parecido a lo que yo y decidí aconsejarla ayudándole a elegir las palabras adecuadas. Muchos alcanzaron o recuperaron su amor. Otros, como yo, corrieron peor suerte. Cuando no tengo ganas de dormir, vengo aquí y releo alguno de los pliegos que nunca le llegué a entregar, pensando que quizás ésa hubiera sido la carta que hubiera cambiado mi destino.”



Miro a Lenin con pena. Pese a la lucidez de palabras que esa calleja otorga a los transeúntes, sólo se me ocurre apoyar mi mano en su antebrazo. El hombre agradece el gesto colocando su mano sobre la mía. “El mío es un mal ejemplo, Casanueva. No tiene por qué pasarte a ti. Pero quiero que pienses una cosa, chico. Si algo me ha enseñado esta calleja sinuosa es que da igual el dinero que se tenga o los coches o los bienes que se posean. Al final todas las vidas, buenas o malas, están formadas únicamente por recuerdos. Tus recuerdos y el instante presente, el que estás viviendo ahora mismo. Y ya está. Mi vida no ha sido la mejor, pero conservo conmigo los mejores recuerdos que ha sabido darme. Tú eres todavía joven e ingenuo y tienes aún un montón de recuerdos que crear. Si la quieres, si crees que es la mujer de tu vida, hazlo. No lo intentes ni trates de hacer ni procures. Sólo hazlo. Ve a por ella. Y si en algún momento tienes dudas, si te asaltan en mitad de la noche, si conduciendo se te cruza la idea de que a lo mejor no es ella la mujer que estás buscando, entonces no malgastes más tu tiempo y sigue adelante. No digo que sea fácil olvidarla de un día para otro, pero para luchar por alguien se tiene que estar totalmente seguro. ¿Acaso tú lo estás, Casanueva?”. Le miro a los ojos y respondo: “Le dije que en estas semanas que llevo alejado de ella he aprendido que no la necesito para ser feliz. Que podría serlo con otra persona. Pero que quería serlo con ella, que sé que podemos. Es… como esta calle, Lenin: la gente no sabe cómo funciona pero sabe que funciona, que vienes aquí y la inspiración te llega. Con ella me ocurre lo mismo; no sé explicar porqué tendría que funcionar, pero sé que irá bien.” Lenin me da un golpecito de complicidad en la espalda y poniéndose en pie se despide diciéndome: “Chico, yo creo que no necesitas escribirle nada a esa muchacha. Creo que ya le has dicho lo que tenías que decirle, y con muy buenas palabras, permíteme añadir. Lo único que te puedo decir es que ahora te toca esperar y que, por tanto, tu insomnio está más que justificado pero también es inútil. Casanueva, lo que tenga que ser será. Sólo te deseo que seas feliz y que las palabras de tus pliegos se cumplan. Ha sido un placer charlar contigo. Buenas noches.”

Lenin se marcha calle abajo tambaleándose y tarareando una vieja canción de marineros. Yo saco mi libretita inseparable y comienzo a redactar este encuentro de noche de verano.

2 comentarios:

El Carretillero


Decidió hacerse gigoló el día en que se harto de darlo todo. "El que quiera algo de mí, que lo pague". Fue una decisión, en parte, premeditada. Era una idea que le rondaba la cabeza desde hacía un tiempo. La gota que colmó el vaso fue la que, de paso, le rompió una vez más el corazón. Hay quien piensa que lo hizo por despecho, cuando se comenta por ahí que le soltó a su última novia, en mitad de la calle: "Y que sepas que has estado saliendo con un puto."

Se llamaba Filomeno. A su pesar. Un nombre tan poco exótico no podía servir en el mundo en que pensaba moverse. Trató de buscar en vano un nombre pegadizo: Mástor, Potro, Dash, pero al final se quedó con el que le pusieron sus amigos de parranda un lejano día de carnaval. Aquél año se había disfrazado del hombre de la marca de espárragos La Carretilla. Se había puesto un peto vaquero, una camisa a cuadros y un sombrero de paja. Amén de una carretilla que encontró en el patio de la casa de sus padres. Físicamente, se parecía al actor del anuncio y, además, durante la noche se dedicó a contarle a todo el mundo que, cada vez que se detenía para abrir el bote de espárragos blancos y comerse uno, la carretilla la sujetaba con sus atributos masculinos.

Así fue como su pandilla empezó a conocerlo como el Carretillero. El apodo se fue extendiendo, llegando incluso a oídos de los familiares, que nunca supieron a ciencia cierta el origen de tan curioso sobrenombre.

Filomeno, el Carretillero, estaba poniéndose espuma fijadora en el pelo frente al espejo. Tenía una cita a las ocho con una mujer de mediana edad. Mientras se ajustaba el cuello de la camisa negra, recordaba los primeros días tras su decisión. Recordó que, en un principio, no sabía qué hacer. "¿Uno se hace gigoló y ya está? ¿O baja a una esquina y espera a que un coche se detenga? ¿O deja currículums en los locales de Boys y strip-tease?" Tenía un amigo que quería meterse a actor porno, pero lo único que obtuvo de él fue que debía beber mucho zumo de piña para tener buenas eyaculaciones y mucho tomate para aguantar las erecciones. Al final decidió poner un discreto anuncio en el periódico local. Se compró un teléfono de móvil sólo para el negocio y esperó. Pasaron dos días hasta que recibió la primera llamada. Era para hacer un strip-tease en una despedida de soltera. Tuvo que rechazarlo. "Yo sólo me dedico al sexo, cariño." Finalmente, llamó una mujer proponiéndole un encuentro. Su voz era fina y se la notaba cortada. Le sorprendió cómo con un par de palabras bien dichas consiguió calmarla y que se animara a probar. "Es que me da un poco de vergüenza. Es la primera vez." "Siempre tiene que haber una primera vez. Te aseguro que no eres la única que siente que es la primera vez." Hubo un pequeño silencio. "¿Ah, no?" "Cada vez es una primera vez. Cada vez es un volver a empezar. No tienes porqué sentir miedo o vergüenza."

Quedaron en una plaza. Él la recogió y se la llevó al hostal al que habían acordado acudir. Ambos quedaron satisfechos. Ella repetiría desde aquél momento en situaciones esporádicas, "siempre que necesite que empujes mi carretilla". Él se quedó sorprendido de ver que era capaz de dejar sus sentimientos a un lado y entregarse únicamente en cuerpo, dejando de lado el alma.

Sólo trabajaba para mujeres y, a ser posible, mayores de cuarenta. Pronto descubrió que las veinteañeras, aparte de ser escasas, exigían demasiado y le trataban como un despojo. Las treintañeras eran demasiado neuróticas para su gusto, resultaban estresantes porque eran inexpertas en el engaño matrimonial o porque acudían a él como réplica al adorno en forma de cuernos con que sus maridos, previamente, les habían obsequiado. No es que las rechazara, un negocio es un negocio, pero si tenía dónde elegir, prefería atender las necesidades de las mujeres maduras.

Era curioso cómo la mayoría, después de la transacción, se quedaban mirando el techo y le decían "Tengo un hijo de tu edad. Está terminando medicina." "Yo también estudio", solía responderles, "Con esto me costeo el piso, el coche y la carrera." "¿Y tu novia que opina de todo esto?" "No tengo. No necesito."

Filomeno salió del cuarto de baño y llamó al ascensor. Cuando la puerta se abrió, su réplica exacta le miró desde el otro lado del espejo. Fue un momento. Ahí, frente al espejo, evocó a todas las mujeres con las que había estado. Saliendo del portal fue consciente de que había llegado a encariñarse de sus clientas habituales. Bajando la calle para dirigirse a la puerta del cine donde le esperaba una de las más recientes, se dio cuenta de que no era verdad. De que era falso que no pusiera el alma en lo que hacía. Se detuvo delante de un escaparate y se observó en el cristal. Ahí estaba. Con veintinueve años. Con cinco años a sus espaldas de sábanas mojadas y adulterio. Tenía una buena clientela. Su agenda estaba repleta de citas para las próximas semanas. Una agenda gruesa e inflada por el uso. Se miró con más detenimiento en el escaparate y comprendió que él era así. Que no podía evitar poner parte de su alma en todo lo que hacía y que, aunque se dijera a sí mismo lo contrario, se implicaba con sus clientas. Le vinieron a la mente recuerdos en forma de regalitos de cumpleaños a sus chicas favoritas, de velitas en toda la habitación porque sabía que a ellas le gustaba. Recordó que tampoco cerraba los ojos, que sólo lo hacía al principio cuando no quería sentir, cuando quería aislar sus sentidos, separar el acto físico del espiritual.

Parpadeó frente al escaparate. Comprobó que su peinado continuaba perfecto y consultó la hora. Llegaba tarde a su cita.

0 comentarios:

Ela e ele


Ela falava, ele não ouvia. Ela sofria, ele nem ligava. Ela sorria pra ele, ele ria dela. Ela queria coisa séria, ele só queria se divertir. Ela queria para sempre, ele só por um momento. Ela procurava o príncipe, ele procurava a próxima. Ela o queria, ele queria uma. Ela ficava por conteúdo e sentimento, ele ficava por quantidade. Ele descobriu que ela era única, ela descobriu que ele era apenas mais um. Tarde demais pra ele...

Foto y texto por Mandy Alves el 29 de jun '07, 9:28 CEST.

1 comentarios:

Calle del Olvido

Todos los vientos confluían en la Calle del Olvido. Independientemente de que el día fuera soleado o lluvioso, de que el cielo estuviera completamente despejado y con la calma chicha de una tarde verano o totalmente cubierto de nubes en un amanecer de invierno, en la Calle del Olvido siempre soplaba el viento. Era una calle que atravesaba la ciudad de la misma manera que a ella la atravesaban los vientos. Recibió su nombre por tradición popular, pues el año en que fue inaugurada, el alcalde desveló tras la cortinilla roja una placa con el nombre de un liberador sudamericano. Fue después de la guerra, cuando hubo que reconstruir la ciudad, cuando se decidió llamarla tal y como todo el mundo la conocía.

Falling with grace; Cargado originalmente por Memotions


En la Calle del Olvido no hay más que un portal. Es una avenida larga y estrecha, donde se dejan ver los comercios más antiguos y modestos de la ciudad. Panaderías, tascas, fruterías, peluquerías de barrio, ferreterías y tiendas de lencería constituyen el paisaje de escaparates de la Calle del Olvido. Pero sólo hay un edificio cuyo portal dé a la calle. El resto de viviendas han sido construidas de manera que sus accesos queden en las calles perpendiculares o en las opuestas. Y es que la Calle del Olvido no tiene compasión ni por sus convecinos.

El nombre, como ya he dicho, proviene del hecho de que las ráfagas de viento que la azotan hace a cualquier transeúnte olvidar el hilo de sus pensamientos. Cuando los habitantes de la ciudad veían volar un sombrero de caballero o un chal sabían al instante por dónde había pasado su dueño. Todos los ciudadanos que pasaban por allí acababan con el pelo revuelto de arenilla de los parques y hojas de los árboles. La Calle del Olvido era la más democrática de las calles. Afectaba por igual a todos los habitantes. A las mujeres de pelo largo, a los hombres maduros con peinados imposibles que trataban de ocultar su calvicie. No había fijador que resistiera la tenacidad de sus vientos ni falda o gorra que no despertara impetuosamente cuando su dueño se adentraba en aquella calle.

La gente sin embargo, no la evitaba. Era fácil ver a personas que necesitaban liberarse de sus pensamientos, gente que necesitaba afrontar su vida desde otro punto de vista. Nunca estuvo más justificado que en esta calle el dicho de "cambiar de aires". La bofetada de aire, helador en invierno y abrasador en verano, tenía la facultad de cambiar por un instante la percepción de todos cuantos pasaban por la calle.

Había sin embargo, y como excepción que confirma la regla, un individuo al que la Calle del Olvido trataba con deferencia. Vivía en el edificio cuyo portal daba directamente a la calle. Era un edificio antiguo y destartalado alquilado íntegramente a emigrantes. En cada planta había una nacionalidad. Chinos en el primero, marroquíes en el segundo, rumanos en el tercero, uruguayos en el cuarto, y cubanos en el último. Todos ellos vivían en armonía, como si de una pequeña representación de la ONU se tratara. Él, sin embargo, no era de ninguno de estos sitios. Aunque vivía en el quinto, debido a su origen caribeño, era oriundo de Jamaica. Se llamaba Leo. Leo Dread. Estaba orgulloso de sus antepasados piratas y se vanagloriaba de su sencilla y tranquila vida.

Leo era barrendero. Y disfrutaba de su trabajo. El ayuntamiento le había asignado, precisamente, la calle de la que nadie quería encargarse. Él aceptó encantado. Tenía su trabajo justo debajo de casa. Los compañeros le advirtieron que no era tarea sencilla mantener limpia esa calle donde el viento arrastraba un sinfín de objetos y volaba de un plumazo los montones de hojas que amontonaban a los pies de los árboles frondosos. "No es fácil, Dread, nada fácil. Todos acabamos escarmentados. Además, con ése dichoso viento es imposible concentrarse. Se te olvida lo que piensas hacer antes de que empieces a hacerlo."

Leo, sin embargo, tenía un secreto. Un secreto a voces. Como buen jamaicano, su pelo estaba formado por grandiosas rastas. Una docena de rastas negras y gruesas como toallas enrolladas que hacían indemne cualquier intento del viento por mover un ápice de su cabellera. Tampoco servía de mucho los intentos del viento por adherirle hojas y papeles, pues con una pasada de la mano, sus rastas quedaban limpias y relucientes. A la semana de barrer la zona, los vientos de la Calle del Olvido, cansados de soplar en vano, decidieron conceder una tregua al rastafari. Convocaron a Leo por la noche, en el balcón de su casa, y le propusieron un trato. Si él se dejaba volar de vez en cuando alguna prenda, los vientos se comprometían a no soplar sobre su trabajo, a hacerle su tarea más llevadera. El rastafari aceptó encantado.

trabalhador rastafari; Cargado originalmente por Alexandro Auler


Desde entonces, la Calle del Olvido está más limpia que nunca. Toda la ciudad conoce a Leo Dread como 'el rastafari que no olvida' y tan sólo un pequeño tributo en forma de chaleco reflectante o de gorro reglamentario del uniforme hace que los vientos lo respeten y que los habitantes piensen que, de vez en cuando, hasta las personas más sencillas son capaces de los mayores prodigios.

1 comentarios:

Manos Sin Sentido

Asomado a la ventana en una noche de verano, el viento arrastró un lamento en forma de canción acompañada por una triste melodía de guitarra. Desconozco a su autor, pero la letra se me quedó grabada a fuego como si hubiera sido dictada por mi conciencia. Desconozco también su título, pero diremos que se llama Manos Sin Sentido...


Estas dos manos que viven en el destierro
Estas dos manos locas por olvidar
Estas dos manos que se aferran al desconsuelo
De saber que mis desvelos no se pueden sepultar

Estas manos que porfiaron que yo era tuyo
Yacen ahora heladas si tu no estás
Se tornan duras y frías como dos puños
Y añoran lo que les plujo porque saben que te vas

Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido

Estas manos que habían encontrado su patria
Haciendo de tu piel su segundo hogar
Estas manos que ansiaban caminar bajo tu ropa
Y derramarse gota a gota y tu cuerpo cartografiar

Estas manos ya no saben a qué aferrarse
Estas manos ya no saben ni confortar
Estas manos ya no hacen más que invocarte,
Que no pueden acordarse de que deben olvidar

Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido

Estas manos tienen témpanos en los dedos
Estas manos ya no sienten ningún calor
Estas manos ensuciadas con las cenizas
Por un fuego ya maltrecho que no sé si avivará

Estas manos que no esconden porque ya no tienen
Tienen las palmas llenas de soledad
Estas manos no tocan ni calman ni estrechan
Estas manos ya no escuchan ni puedo hacerlas callar

Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido

Estas palmas ya no tocan por bulerías
Estas manos hambrientas de tu mirar
Estas dos manos colmadas de caricias
No entregadas y marchitas, sólo saben lamentar

Estas manos ajadas de vagabundo
Van pidiendo limosna si tú no estás
Pero se resisten al dolor inmundo
De encontrar por ese rumbo otro cuerpo que tocar



Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido

1 comentarios:

Ciudad Idilio


No existen mapas para llegar a ella. No hay un camino definido para alcanzar sus calles. Sin embargo, existen infinidad de formas de acabar en Ciudad Idilio.

Las calles de Idiliópolis, como la llaman algunos de sus habitantes, están formadas por el anhelo colectivo. Sus avenidas producen en el visitante una sensación de dèjá vu puesto que la mayoría de los lugares que la conforman han aparecido en alguno de sus sueños. Encrucijadas de ensoñaciones recurrentes, personajes oníricos que nos acompañan a lo largo de una noche. Todos esos sitios y seres conforman la ciudad del idilio.

Es fácil dejarse perder por sus calles. No hacen falta callejeros y, aunque se necesitaran, tampoco existen. Para moverse por esta ciudad sólo hace falta guiarse por la intuición. Únicamente hay que fijarse en los detalles de su prosa. En los nombres de sus plazas, de sus avenidas y paseos, pues en Ciudad Idilio los habitantes son pragmáticos y bautizan a los lugares con nombres que los identifican.

Si te adentras en la Calle del Olvido se te pasarán las penas. Si paseas por la Alameda de la Luz, una fuente cálida abrigará tus pasos iluminándolo todo incluso en días lluviosos. Cada avenida tiene su historia resumida en la placa que la nombra en cada esquina.

Cada rincón de la ciudad existe porque alguien alguna vez en algún sitio la ha imaginado.

Ciudad Idilio tiene carreteras, pero no hay forma de llegar en coche. También tiene estación de tren y aeropuerto a las afueras, sin embargo, no hay manera de encontrar tren o avión cuyo destino sea Idiliópolis. Las malas lenguas dicen que están puestos para que los habitantes puedan escapar cuando se cansan de que las casas, parques y avenidas se comporten al pie de la letra de sus nombres. Otros dicen que son la puerta de acceso a la ciudad para quienes ya estuvieron una vez y quieren volver.

Estas líneas tan solo recogen una pequeña parte de las historias que alberga en sus calles la ciudad que todos compartimos cuando soñamos. Bienvenidos a Ciudad Idilio.

1 comentarios: