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Armadura de batalla



Sir William Afraid miraba en derredor sin decidirse por ninguna armadura en particular. Anvyl, el herrero, salió de la trastienda con una coraza que, a su parecer, podría ser del gusto de su exquisito cliente.

- Demasiado ostentosa, quizás, querido Anvyl.

- Es ligera y resistente. Permite una gran movilidad y posee una delicada filigrana de oro con el motivo de los dos dragones con las cabezas cruzadas, el escudo de su feudo.

- Ya pero es que, verá, busco una armadura más de batalla.

- ¿De batalla?

- Sí, más sufrida. Al final siempre acaba manchada de barro, sangre y ceniza.

Anvyl abrió la boca y la volvió a cerrar varias veces sin emitir ningún sonido. Sir William Afraid era el primer noble que conocía que renegaba de las florituras propias de su rango. Lo normal era abusar de los metales preciosos, muy maleables pero poco resistentes. Lo habitual era el exceso en adornos, heráldica y sellos de familias de apellidos enlazados con “de” para tener más alcurnia. Y las plumas. Les encantaba llevar plumas en el casco. Y de colores. Y no unas plumas de aves rapaces, de majestuosas águilas o feroces gavilanes. No. Te pedían plumas de faisanes y pavos reales. Les gustaba emperifollarse y cabalgar en corceles llenos de colores y adornos que conseguían atraer la atención del enemigo desde cientos de metros de distancia. Y ahora llegaba Sir William Afraid y le decía que quería una armadura sin adornos:

- ¿Más de batalla, entonces?

El noble se enfundó sus guantes de terciopelo y, calzándose el sombrero de ala ancha, se despidió de su humilde herrero:

- Sí, querido Anvyl. Algo que funcione. Que no se destroce con una estocada. Algo que me permita pasar desapercibido.

El bueno de Anvyl se sorprendió a sí mismo con una lágrima de emoción cayéndole por la mejilla. Por fin iba a poder hacer el trabajo de su vida.

- ¡Héctor, prepara la fragua!

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