Ela falava, ele não ouvia. Ela sofria, ele nem ligava. Ela sorria pra ele, ele ria dela. Ela queria coisa séria, ele só queria se divertir. Ela queria para sempre, ele só por um momento. Ela procurava o príncipe, ele procurava a próxima. Ela o queria, ele queria uma. Ela ficava por conteúdo e sentimento, ele ficava por quantidade. Ele descobriu que ela era única, ela descobriu que ele era apenas mais um. Tarde demais pra ele...
Foto y texto por Mandy Alves el 29 de jun '07, 9:28 CEST.
Ela e ele
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14:57:00
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Unknown
Calle del Olvido
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11:37:00
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Unknown
Todos los vientos confluían en la Calle del Olvido. Independientemente de que el día fuera soleado o lluvioso, de que el cielo estuviera completamente despejado y con la calma chicha de una tarde verano o totalmente cubierto de nubes en un amanecer de invierno, en la Calle del Olvido siempre soplaba el viento. Era una calle que atravesaba la ciudad de la misma manera que a ella la atravesaban los vientos. Recibió su nombre por tradición popular, pues el año en que fue inaugurada, el alcalde desveló tras la cortinilla roja una placa con el nombre de un liberador sudamericano. Fue después de la guerra, cuando hubo que reconstruir la ciudad, cuando se decidió llamarla tal y como todo el mundo la conocía.
En la Calle del Olvido no hay más que un portal. Es una avenida larga y estrecha, donde se dejan ver los comercios más antiguos y modestos de la ciudad. Panaderías, tascas, fruterías, peluquerías de barrio, ferreterías y tiendas de lencería constituyen el paisaje de escaparates de la Calle del Olvido. Pero sólo hay un edificio cuyo portal dé a la calle. El resto de viviendas han sido construidas de manera que sus accesos queden en las calles perpendiculares o en las opuestas. Y es que la Calle del Olvido no tiene compasión ni por sus convecinos.
El nombre, como ya he dicho, proviene del hecho de que las ráfagas de viento que la azotan hace a cualquier transeúnte olvidar el hilo de sus pensamientos. Cuando los habitantes de la ciudad veían volar un sombrero de caballero o un chal sabían al instante por dónde había pasado su dueño. Todos los ciudadanos que pasaban por allí acababan con el pelo revuelto de arenilla de los parques y hojas de los árboles. La Calle del Olvido era la más democrática de las calles. Afectaba por igual a todos los habitantes. A las mujeres de pelo largo, a los hombres maduros con peinados imposibles que trataban de ocultar su calvicie. No había fijador que resistiera la tenacidad de sus vientos ni falda o gorra que no despertara impetuosamente cuando su dueño se adentraba en aquella calle.
La gente sin embargo, no la evitaba. Era fácil ver a personas que necesitaban liberarse de sus pensamientos, gente que necesitaba afrontar su vida desde otro punto de vista. Nunca estuvo más justificado que en esta calle el dicho de "cambiar de aires". La bofetada de aire, helador en invierno y abrasador en verano, tenía la facultad de cambiar por un instante la percepción de todos cuantos pasaban por la calle.
Había sin embargo, y como excepción que confirma la regla, un individuo al que la Calle del Olvido trataba con deferencia. Vivía en el edificio cuyo portal daba directamente a la calle. Era un edificio antiguo y destartalado alquilado íntegramente a emigrantes. En cada planta había una nacionalidad. Chinos en el primero, marroquíes en el segundo, rumanos en el tercero, uruguayos en el cuarto, y cubanos en el último. Todos ellos vivían en armonía, como si de una pequeña representación de la ONU se tratara. Él, sin embargo, no era de ninguno de estos sitios. Aunque vivía en el quinto, debido a su origen caribeño, era oriundo de Jamaica. Se llamaba Leo. Leo Dread. Estaba orgulloso de sus antepasados piratas y se vanagloriaba de su sencilla y tranquila vida.
Leo era barrendero. Y disfrutaba de su trabajo. El ayuntamiento le había asignado, precisamente, la calle de la que nadie quería encargarse. Él aceptó encantado. Tenía su trabajo justo debajo de casa. Los compañeros le advirtieron que no era tarea sencilla mantener limpia esa calle donde el viento arrastraba un sinfín de objetos y volaba de un plumazo los montones de hojas que amontonaban a los pies de los árboles frondosos. "No es fácil, Dread, nada fácil. Todos acabamos escarmentados. Además, con ése dichoso viento es imposible concentrarse. Se te olvida lo que piensas hacer antes de que empieces a hacerlo."
Leo, sin embargo, tenía un secreto. Un secreto a voces. Como buen jamaicano, su pelo estaba formado por grandiosas rastas. Una docena de rastas negras y gruesas como toallas enrolladas que hacían indemne cualquier intento del viento por mover un ápice de su cabellera. Tampoco servía de mucho los intentos del viento por adherirle hojas y papeles, pues con una pasada de la mano, sus rastas quedaban limpias y relucientes. A la semana de barrer la zona, los vientos de la Calle del Olvido, cansados de soplar en vano, decidieron conceder una tregua al rastafari. Convocaron a Leo por la noche, en el balcón de su casa, y le propusieron un trato. Si él se dejaba volar de vez en cuando alguna prenda, los vientos se comprometían a no soplar sobre su trabajo, a hacerle su tarea más llevadera. El rastafari aceptó encantado.
Desde entonces, la Calle del Olvido está más limpia que nunca. Toda la ciudad conoce a Leo Dread como 'el rastafari que no olvida' y tan sólo un pequeño tributo en forma de chaleco reflectante o de gorro reglamentario del uniforme hace que los vientos lo respeten y que los habitantes piensen que, de vez en cuando, hasta las personas más sencillas son capaces de los mayores prodigios.
En la Calle del Olvido no hay más que un portal. Es una avenida larga y estrecha, donde se dejan ver los comercios más antiguos y modestos de la ciudad. Panaderías, tascas, fruterías, peluquerías de barrio, ferreterías y tiendas de lencería constituyen el paisaje de escaparates de la Calle del Olvido. Pero sólo hay un edificio cuyo portal dé a la calle. El resto de viviendas han sido construidas de manera que sus accesos queden en las calles perpendiculares o en las opuestas. Y es que la Calle del Olvido no tiene compasión ni por sus convecinos.
El nombre, como ya he dicho, proviene del hecho de que las ráfagas de viento que la azotan hace a cualquier transeúnte olvidar el hilo de sus pensamientos. Cuando los habitantes de la ciudad veían volar un sombrero de caballero o un chal sabían al instante por dónde había pasado su dueño. Todos los ciudadanos que pasaban por allí acababan con el pelo revuelto de arenilla de los parques y hojas de los árboles. La Calle del Olvido era la más democrática de las calles. Afectaba por igual a todos los habitantes. A las mujeres de pelo largo, a los hombres maduros con peinados imposibles que trataban de ocultar su calvicie. No había fijador que resistiera la tenacidad de sus vientos ni falda o gorra que no despertara impetuosamente cuando su dueño se adentraba en aquella calle.
La gente sin embargo, no la evitaba. Era fácil ver a personas que necesitaban liberarse de sus pensamientos, gente que necesitaba afrontar su vida desde otro punto de vista. Nunca estuvo más justificado que en esta calle el dicho de "cambiar de aires". La bofetada de aire, helador en invierno y abrasador en verano, tenía la facultad de cambiar por un instante la percepción de todos cuantos pasaban por la calle.
Había sin embargo, y como excepción que confirma la regla, un individuo al que la Calle del Olvido trataba con deferencia. Vivía en el edificio cuyo portal daba directamente a la calle. Era un edificio antiguo y destartalado alquilado íntegramente a emigrantes. En cada planta había una nacionalidad. Chinos en el primero, marroquíes en el segundo, rumanos en el tercero, uruguayos en el cuarto, y cubanos en el último. Todos ellos vivían en armonía, como si de una pequeña representación de la ONU se tratara. Él, sin embargo, no era de ninguno de estos sitios. Aunque vivía en el quinto, debido a su origen caribeño, era oriundo de Jamaica. Se llamaba Leo. Leo Dread. Estaba orgulloso de sus antepasados piratas y se vanagloriaba de su sencilla y tranquila vida.
Leo era barrendero. Y disfrutaba de su trabajo. El ayuntamiento le había asignado, precisamente, la calle de la que nadie quería encargarse. Él aceptó encantado. Tenía su trabajo justo debajo de casa. Los compañeros le advirtieron que no era tarea sencilla mantener limpia esa calle donde el viento arrastraba un sinfín de objetos y volaba de un plumazo los montones de hojas que amontonaban a los pies de los árboles frondosos. "No es fácil, Dread, nada fácil. Todos acabamos escarmentados. Además, con ése dichoso viento es imposible concentrarse. Se te olvida lo que piensas hacer antes de que empieces a hacerlo."
Leo, sin embargo, tenía un secreto. Un secreto a voces. Como buen jamaicano, su pelo estaba formado por grandiosas rastas. Una docena de rastas negras y gruesas como toallas enrolladas que hacían indemne cualquier intento del viento por mover un ápice de su cabellera. Tampoco servía de mucho los intentos del viento por adherirle hojas y papeles, pues con una pasada de la mano, sus rastas quedaban limpias y relucientes. A la semana de barrer la zona, los vientos de la Calle del Olvido, cansados de soplar en vano, decidieron conceder una tregua al rastafari. Convocaron a Leo por la noche, en el balcón de su casa, y le propusieron un trato. Si él se dejaba volar de vez en cuando alguna prenda, los vientos se comprometían a no soplar sobre su trabajo, a hacerle su tarea más llevadera. El rastafari aceptó encantado.
Desde entonces, la Calle del Olvido está más limpia que nunca. Toda la ciudad conoce a Leo Dread como 'el rastafari que no olvida' y tan sólo un pequeño tributo en forma de chaleco reflectante o de gorro reglamentario del uniforme hace que los vientos lo respeten y que los habitantes piensen que, de vez en cuando, hasta las personas más sencillas son capaces de los mayores prodigios.
Manos Sin Sentido
Publicado el
8:55:00
Por
Unknown
Asomado a la ventana en una noche de verano, el viento arrastró un lamento en forma de canción acompañada por una triste melodía de guitarra. Desconozco a su autor, pero la letra se me quedó grabada a fuego como si hubiera sido dictada por mi conciencia. Desconozco también su título, pero diremos que se llama Manos Sin Sentido...
Estas dos manos que viven en el destierro
Estas dos manos locas por olvidar
Estas dos manos que se aferran al desconsuelo
De saber que mis desvelos no se pueden sepultar
Estas manos que porfiaron que yo era tuyo
Yacen ahora heladas si tu no estás
Se tornan duras y frías como dos puños
Y añoran lo que les plujo porque saben que te vas
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas manos que habían encontrado su patria
Haciendo de tu piel su segundo hogar
Estas manos que ansiaban caminar bajo tu ropa
Y derramarse gota a gota y tu cuerpo cartografiar
Estas manos ya no saben a qué aferrarse
Estas manos ya no saben ni confortar
Estas manos ya no hacen más que invocarte,
Que no pueden acordarse de que deben olvidar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas manos tienen témpanos en los dedos
Estas manos ya no sienten ningún calor
Estas manos ensuciadas con las cenizas
Por un fuego ya maltrecho que no sé si avivará
Estas manos que no esconden porque ya no tienen
Tienen las palmas llenas de soledad
Estas manos no tocan ni calman ni estrechan
Estas manos ya no escuchan ni puedo hacerlas callar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas palmas ya no tocan por bulerías
Estas manos hambrientas de tu mirar
Estas dos manos colmadas de caricias
No entregadas y marchitas, sólo saben lamentar
Estas manos ajadas de vagabundo
Van pidiendo limosna si tú no estás
Pero se resisten al dolor inmundo
De encontrar por ese rumbo otro cuerpo que tocar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas dos manos que viven en el destierro
Estas dos manos locas por olvidar
Estas dos manos que se aferran al desconsuelo
De saber que mis desvelos no se pueden sepultar
Estas manos que porfiaron que yo era tuyo
Yacen ahora heladas si tu no estás
Se tornan duras y frías como dos puños
Y añoran lo que les plujo porque saben que te vas
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas manos que habían encontrado su patria
Haciendo de tu piel su segundo hogar
Estas manos que ansiaban caminar bajo tu ropa
Y derramarse gota a gota y tu cuerpo cartografiar
Estas manos ya no saben a qué aferrarse
Estas manos ya no saben ni confortar
Estas manos ya no hacen más que invocarte,
Que no pueden acordarse de que deben olvidar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas manos tienen témpanos en los dedos
Estas manos ya no sienten ningún calor
Estas manos ensuciadas con las cenizas
Por un fuego ya maltrecho que no sé si avivará
Estas manos que no esconden porque ya no tienen
Tienen las palmas llenas de soledad
Estas manos no tocan ni calman ni estrechan
Estas manos ya no escuchan ni puedo hacerlas callar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Estas palmas ya no tocan por bulerías
Estas manos hambrientas de tu mirar
Estas dos manos colmadas de caricias
No entregadas y marchitas, sólo saben lamentar
Estas manos ajadas de vagabundo
Van pidiendo limosna si tú no estás
Pero se resisten al dolor inmundo
De encontrar por ese rumbo otro cuerpo que tocar
Manos quedas, manos frías
Manos rotas, manos vacías
Manos resquebrajadas por estos versos que te escribo
Manos sin vida, manos sombrías
Manos sucías y asaborías
Manos abandonadas en el destierro del sintigo
Manos que dicen adiós buscando motivos con sentido
Ciudad Idilio
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16:54:00
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Unknown
No existen mapas para llegar a ella. No hay un camino definido para alcanzar sus calles. Sin embargo, existen infinidad de formas de acabar en Ciudad Idilio.
Las calles de Idiliópolis, como la llaman algunos de sus habitantes, están formadas por el anhelo colectivo. Sus avenidas producen en el visitante una sensación de dèjá vu puesto que la mayoría de los lugares que la conforman han aparecido en alguno de sus sueños. Encrucijadas de ensoñaciones recurrentes, personajes oníricos que nos acompañan a lo largo de una noche. Todos esos sitios y seres conforman la ciudad del idilio.
Es fácil dejarse perder por sus calles. No hacen falta callejeros y, aunque se necesitaran, tampoco existen. Para moverse por esta ciudad sólo hace falta guiarse por la intuición. Únicamente hay que fijarse en los detalles de su prosa. En los nombres de sus plazas, de sus avenidas y paseos, pues en Ciudad Idilio los habitantes son pragmáticos y bautizan a los lugares con nombres que los identifican.
Si te adentras en la Calle del Olvido se te pasarán las penas. Si paseas por la Alameda de la Luz, una fuente cálida abrigará tus pasos iluminándolo todo incluso en días lluviosos. Cada avenida tiene su historia resumida en la placa que la nombra en cada esquina.
Cada rincón de la ciudad existe porque alguien alguna vez en algún sitio la ha imaginado.
Ciudad Idilio tiene carreteras, pero no hay forma de llegar en coche. También tiene estación de tren y aeropuerto a las afueras, sin embargo, no hay manera de encontrar tren o avión cuyo destino sea Idiliópolis. Las malas lenguas dicen que están puestos para que los habitantes puedan escapar cuando se cansan de que las casas, parques y avenidas se comporten al pie de la letra de sus nombres. Otros dicen que son la puerta de acceso a la ciudad para quienes ya estuvieron una vez y quieren volver.
Estas líneas tan solo recogen una pequeña parte de las historias que alberga en sus calles la ciudad que todos compartimos cuando soñamos. Bienvenidos a Ciudad Idilio.
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