Todos los vientos confluían en la Calle del Olvido. Independientemente de que el día fuera soleado o lluvioso, de que el cielo estuviera completamente despejado y con la calma chicha de una tarde verano o totalmente cubierto de nubes en un amanecer de invierno, en la Calle del Olvido siempre soplaba el viento. Era una calle que atravesaba la ciudad de la misma manera que a ella la atravesaban los vientos. Recibió su nombre por tradición popular, pues el año en que fue inaugurada, el alcalde desveló tras la cortinilla roja una placa con el nombre de un liberador sudamericano. Fue después de la guerra, cuando hubo que reconstruir la ciudad, cuando se decidió llamarla tal y como todo el mundo la conocía.
En la Calle del Olvido no hay más que un portal. Es una avenida larga y estrecha, donde se dejan ver los comercios más antiguos y modestos de la ciudad. Panaderías, tascas, fruterías, peluquerías de barrio, ferreterías y tiendas de lencería constituyen el paisaje de escaparates de la Calle del Olvido. Pero sólo hay un edificio cuyo portal dé a la calle. El resto de viviendas han sido construidas de manera que sus accesos queden en las calles perpendiculares o en las opuestas. Y es que la Calle del Olvido no tiene compasión ni por sus convecinos.
El nombre, como ya he dicho, proviene del hecho de que las ráfagas de viento que la azotan hace a cualquier transeúnte olvidar el hilo de sus pensamientos. Cuando los habitantes de la ciudad veían volar un sombrero de caballero o un chal sabían al instante por dónde había pasado su dueño. Todos los ciudadanos que pasaban por allí acababan con el pelo revuelto de arenilla de los parques y hojas de los árboles. La Calle del Olvido era la más democrática de las calles. Afectaba por igual a todos los habitantes. A las mujeres de pelo largo, a los hombres maduros con peinados imposibles que trataban de ocultar su calvicie. No había fijador que resistiera la tenacidad de sus vientos ni falda o gorra que no despertara impetuosamente cuando su dueño se adentraba en aquella calle.
La gente sin embargo, no la evitaba. Era fácil ver a personas que necesitaban liberarse de sus pensamientos, gente que necesitaba afrontar su vida desde otro punto de vista. Nunca estuvo más justificado que en esta calle el dicho de "cambiar de aires". La bofetada de aire, helador en invierno y abrasador en verano, tenía la facultad de cambiar por un instante la percepción de todos cuantos pasaban por la calle.
Había sin embargo, y como excepción que confirma la regla, un individuo al que la Calle del Olvido trataba con deferencia. Vivía en el edificio cuyo portal daba directamente a la calle. Era un edificio antiguo y destartalado alquilado íntegramente a emigrantes. En cada planta había una nacionalidad. Chinos en el primero, marroquíes en el segundo, rumanos en el tercero, uruguayos en el cuarto, y cubanos en el último. Todos ellos vivían en armonía, como si de una pequeña representación de la ONU se tratara. Él, sin embargo, no era de ninguno de estos sitios. Aunque vivía en el quinto, debido a su origen caribeño, era oriundo de Jamaica. Se llamaba Leo. Leo Dread. Estaba orgulloso de sus antepasados piratas y se vanagloriaba de su sencilla y tranquila vida.
Leo era barrendero. Y disfrutaba de su trabajo. El ayuntamiento le había asignado, precisamente, la calle de la que nadie quería encargarse. Él aceptó encantado. Tenía su trabajo justo debajo de casa. Los compañeros le advirtieron que no era tarea sencilla mantener limpia esa calle donde el viento arrastraba un sinfín de objetos y volaba de un plumazo los montones de hojas que amontonaban a los pies de los árboles frondosos. "No es fácil, Dread, nada fácil. Todos acabamos escarmentados. Además, con ése dichoso viento es imposible concentrarse. Se te olvida lo que piensas hacer antes de que empieces a hacerlo."
Leo, sin embargo, tenía un secreto. Un secreto a voces. Como buen jamaicano, su pelo estaba formado por grandiosas rastas. Una docena de rastas negras y gruesas como toallas enrolladas que hacían indemne cualquier intento del viento por mover un ápice de su cabellera. Tampoco servía de mucho los intentos del viento por adherirle hojas y papeles, pues con una pasada de la mano, sus rastas quedaban limpias y relucientes. A la semana de barrer la zona, los vientos de la Calle del Olvido, cansados de soplar en vano, decidieron conceder una tregua al rastafari. Convocaron a Leo por la noche, en el balcón de su casa, y le propusieron un trato. Si él se dejaba volar de vez en cuando alguna prenda, los vientos se comprometían a no soplar sobre su trabajo, a hacerle su tarea más llevadera. El rastafari aceptó encantado.
Desde entonces, la Calle del Olvido está más limpia que nunca. Toda la ciudad conoce a Leo Dread como 'el rastafari que no olvida' y tan sólo un pequeño tributo en forma de chaleco reflectante o de gorro reglamentario del uniforme hace que los vientos lo respeten y que los habitantes piensen que, de vez en cuando, hasta las personas más sencillas son capaces de los mayores prodigios.
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1 comentarios:
Que de recuerdos...
Me gusta releerte. Un besiño
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