Esta historia larga que tiene visos de no ser leída por nadie fue escrita a comienzos de verano. Ha llovido mucho desde entonces en estas calles de Idiliópolis pero, aún así, quiero relatar lo que me ocurrió aquella noche, cuando todavía me quedaba esperanza:
Hay una pequeña calleja estrecha en el casco antiguo de esta ciudad con nombres al pie de la letra en la que me gusta perderme en las madrugadas de insomnio de las noches de verano. Se parece a un sendero tortuoso lindado por casas antiguas y anacrónicos bancos de hormigón en donde las gentes de la ciudad buscan la inspiración para sus escritos profesionales y personales. La Calleja del Pliego, pues así se llama este estrecho camino que da sombra fresca en verano y favorece el soplo de los vientos del Sur en invierno por su acertada ubicación, suele estar poblada durante el día por todo tipo de personas.
La gente llega a este lugar con sus libretas y hojas en blanco, con sus portátiles los más jóvenes o profesionales, y se sientan en cualquiera de los numerosos y amplios bancos con capacidad para ocho posaderas cada uno. Nadie sabe qué tiene esa calleja, ni cómo ocurre el pequeño milagro, pero a la mayoría les basta con saber que sucede, sin preguntarse porqué: A los pocos segundos de estar sentado en cualquiera de sus bancos, las ideas se ordenan en la mente y pueden ser plasmadas sin problemas en un papel. Cientos de escritores faltos de inspiración o estancados en un punto muerto de sus obras, de cronistas con las ideas alborotadas, de periodistas que no recuerdan el orden de las siete preguntas que una noticia debe respetar en su redacción, de enamorados que desean soltar a borbotones todo el veneno de amor que llevan en las entrañas, de abogados que preparan su alegato final en el actual caso de su vida, de poetas que no encuentran la rima adecuada con la que acabar sus sonetos, de usuarios de telefonía móvil y conexiones a internet que desean escribir una queja a la Oficina Municipal de Información al Consumidor, de compositores de orquesta que anhelan terminar el último movimiento de una obra inacabada de uno de los grandes, incluso matemáticos que desean resolver un problema algebraico aparentemente indecidible. Todos ellos buscan allí las notas, las operaciones y palabras que dan sentido a lo que buscan y todos ellos suelen encontrar un modo satisfactorio de resolver sus bloqueos con el lápiz o el teclado.
Incluso si todavía alguno de estos ciudadanos sigue teniendo problemas debido a sus pocas trazas con las palabras, hay un grupo de mendigos eruditos que ofrecen su ayuda y apoyo a cambio de unas pocas monedas. Indigentes sabios e instruidos, muchos de ellos profesores que abandonaron la docencia porque no creían en el sistema actual de educación, que se pasean calleja arriba y abajo chivando al oído la palabra o expresión que se resiste a brotar de la mente.
La Calleja del Pliego ofrece un aspecto totalmente diferente por la madrugada. Resulta sobrecogedor caminar por esa senda de palabras inspiradas totalmente vacía de vida cuando sabes que durante el día está abarrotada de gente ansiosa por escribir sus pliegos de amor o de quejas, sus teoremas o sus adagios. Los bastos bancos vacíos a uno y otro lado del sinuoso recorrido que describe, las casas antiguas y bien cuidadas, de balconadas de rejería negra y tejados de pendiente pronunciada como si fueran necesarios para evacuar una nieve invernal que nunca se ha producido en la ciudad. Todo tiene un aire distinto a la luz anaranjada de las farolas.
Decido sentarme en uno de los bancos y cierro los ojos para respirar mejor la brisa de la madrugada. Aún sin abrirlos, sé que hay alguien cerca. Alguien que se ha acercado haciendo el ruidoso silencio de quien quiere aproximarse sin ser oído. “Buenas noches”, Le digo, y una voz cascada y gutural con un ligero tufillo a vino barato me responde: “Buenas noches, chico. ¿No es un poco tarde para buscar inspiración? ¿O acaso es demasiado temprano?”. Sonrío y abro los ojos. Su cara me suena. Es uno de los muchos consejeros de palabras que pueblan estas baldosas. “No busco inspiración, busco que el sueño me encuentre.” “Pues este no es sitio adecuado, muchacho”, Me responde el viejo que no lo es tanto, “Aquí las palabras surgen como un fogonazo e impiden a la mente descansar. Yo sólo paso mis noches aquí cuando quiero recodar con lucidez. Cuando quiero inventar palabras que nunca dije y que hubieran cambiado mi destino. ¿Estás aquí por eso esta noche, chico?” “Casanueva. Llámeme Casanueva. Supongo que sí, amigo…” “Lenin. Yo soy Lenin, como el comunista.” “Lenin”, Repito, “Sí, Lenin, creo que tiene razón. Quizás haya venido aquí buscando las respuestas que desconocen los techos de mi dormitorio.” “Déjame averiguar… Se trata de una mujer, ¿verdad?” “Sí, pero no creas que me impresionas, Lenin, eso es muy fácil de deducir. Dudo que haya mucha gente que venga hasta aquí de madrugada para escribir una hoja de reclamación a la empresa municipal de transportes”. Lenin ríe de buena gana, enrareciendo ligeramente el aire con su aliento de borrachín. “Tienes buena labia, Casanueva. Y también toda la razón. Pero sí que sé por qué estás aquí: Quieres que ella esté a tu lado, ¿verdad?” Le miro con mudo asombro y dejo que prosiga: “Sí. En realidad no eres el único que pasea de madrugada por esta calleja. Todos los que nos sentamos aquí a estas horas anhelamos lo mismo. Nadie viene por El Pliego porque tenga dudas sobre dejar a una persona. Sólo viene quien añora la compañía; no quien la repudia.” “¿Cómo sabes tanto de la gente, Lenin?” El hombre me mira con una sonrisa pícara salpicada de nostalgia. Suspira profundamente antes de responderme: “Yo antes era como tú, ¿sabes? Joven, con todos los dientes en la boca y un futuro en el horizonte. Hasta que conocí a una mujer, Casanueva, una mujer de la que me enamoré perdidamente. Salimos juntos durante una temporada. La época más feliz de mi vida. Pero un buen día los vientos dejaron de soplar favorablemente y ella decidió alejarse de mi lado. El amor que llevaba dentro comenzó a envenenarme. Venía por aquí casi a diario y cada día escribía un pliego de amor para ella que por la noche colaba por debajo de su puerta. Así durante más de un año hasta que, poco a poco, fui dándola por perdida. No comía, no trabajaba, no podía hacer otra cosa más que venir por aquí y evocar su imagen en forma de palabras que me dictaban estas casas, estas baldosas y farolas. Llegó un día en que dejé de enviarle los pliegos y pasé a guardármelos en los bolsillos. Con el tiempo, vi que había gente que también hacía algo parecido a lo que yo y decidí aconsejarla ayudándole a elegir las palabras adecuadas. Muchos alcanzaron o recuperaron su amor. Otros, como yo, corrieron peor suerte. Cuando no tengo ganas de dormir, vengo aquí y releo alguno de los pliegos que nunca le llegué a entregar, pensando que quizás ésa hubiera sido la carta que hubiera cambiado mi destino.”
Miro a Lenin con pena. Pese a la lucidez de palabras que esa calleja otorga a los transeúntes, sólo se me ocurre apoyar mi mano en su antebrazo. El hombre agradece el gesto colocando su mano sobre la mía. “El mío es un mal ejemplo, Casanueva. No tiene por qué pasarte a ti. Pero quiero que pienses una cosa, chico. Si algo me ha enseñado esta calleja sinuosa es que da igual el dinero que se tenga o los coches o los bienes que se posean. Al final todas las vidas, buenas o malas, están formadas únicamente por recuerdos. Tus recuerdos y el instante presente, el que estás viviendo ahora mismo. Y ya está. Mi vida no ha sido la mejor, pero conservo conmigo los mejores recuerdos que ha sabido darme. Tú eres todavía joven e ingenuo y tienes aún un montón de recuerdos que crear. Si la quieres, si crees que es la mujer de tu vida, hazlo. No lo intentes ni trates de hacer ni procures. Sólo hazlo. Ve a por ella. Y si en algún momento tienes dudas, si te asaltan en mitad de la noche, si conduciendo se te cruza la idea de que a lo mejor no es ella la mujer que estás buscando, entonces no malgastes más tu tiempo y sigue adelante. No digo que sea fácil olvidarla de un día para otro, pero para luchar por alguien se tiene que estar totalmente seguro. ¿Acaso tú lo estás, Casanueva?”. Le miro a los ojos y respondo: “Le dije que en estas semanas que llevo alejado de ella he aprendido que no la necesito para ser feliz. Que podría serlo con otra persona. Pero que quería serlo con ella, que sé que podemos. Es… como esta calle, Lenin: la gente no sabe cómo funciona pero sabe que funciona, que vienes aquí y la inspiración te llega. Con ella me ocurre lo mismo; no sé explicar porqué tendría que funcionar, pero sé que irá bien.” Lenin me da un golpecito de complicidad en la espalda y poniéndose en pie se despide diciéndome: “Chico, yo creo que no necesitas escribirle nada a esa muchacha. Creo que ya le has dicho lo que tenías que decirle, y con muy buenas palabras, permíteme añadir. Lo único que te puedo decir es que ahora te toca esperar y que, por tanto, tu insomnio está más que justificado pero también es inútil. Casanueva, lo que tenga que ser será. Sólo te deseo que seas feliz y que las palabras de tus pliegos se cumplan. Ha sido un placer charlar contigo. Buenas noches.”
Lenin se marcha calle abajo tambaleándose y tarareando una vieja canción de marineros. Yo saco mi libretita inseparable y comienzo a redactar este encuentro de noche de verano.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
¡Genial! A veces me pregunto porqué nos hace tanta falta recordarnos todo el tiempo que lo único que importa es el presente. Quizá sea porque imaginar el futuro o recordar el pasado sean formas de mantenerte con un poco de sentido en el presente, que es en realidad lo único que tenemos...
Cómo me gustaría que hubiese por aquí cerca una Calle del Pliego...
Besitos!
Cuánto daría por pasear por esa calle...
Un besito
Publicar un comentario